En Sin categorizar

He pasado por todas las etapas posibles de una vendedora. Especialmente en grandísimas cuentas. Durante una etapa de mi vida en la que yo estaba casi enamorada del servicio que vendía, batía todos los records posibles. Este servicio en cuestión era intragable para el resto de mis compañeros y ellos estaban a años luz de mí en términos de resultados. No llegaban ni a la mitad de lo que yo hacía y claro, me creía la Reina de Saba. Éramos un equipo potente e internacional. Viajábamos por el mundo con los mejores y aplicábamos una metodología de ventas que nos apoyaba. Y equivocadamente creímos que esta metodología nos hacía imbatibles. Pero no era la verdad.

Años después, decidí enrolarme en una de las mayores empresas del mundo. Con mi ego bien subidito y una velocidad de crucero adquirida por varios años llegando y sobrepasando objetivos me topé con el que creo que ha sido el mayor chasco de mi vida profesional. No solamente no era la ‘number one‘ del equipo, sino que estaba, más bien, en la parte de abajo de la lista. Mis años de experiencia de repente no servían para nada. Vivía con un miedo constante a que me echaran, y las broncas de mis managers se sucedían una tras otra.  Iba y venía a incontables cursos de ventas, técnicas de speaking, metodologías poderosas, programas de aceleración… Tengo en mi despacho todos los títulos bien enmarcados. Pero no fué suficiente. Nunca era suficiente… no vendía lo suficiente.  No generaba Pipeline, no tenía el número de visitas que necesitaba, los prospectos no me recibían. Cuando lo hacían me despachaban en 5 minutos y mi ansiedad no hacía más que crecer porque cada viernes, a las 14h, tenía que presentar mis progresos y simplemente no tenía. Había perdido todas las habilidades y estaba empezando a perder la vocación. ¡Socorro! ¿Qué me pasa doctor?

Empecé a sospechar que la razón de todo esto la tenía lo que yo misma opinaba del servicio que vendía. La empresa era demasiado grande y las paredes eran demasiado finas. Demasiado finas para ocultar los parches, para evitar escuchar la realidad de lo que pasaba. Se oían comentarios por los pasillos acerca de cómo la empresa hacía las cosas. Nuestro servicio no era ni de lejos el mejor de su especie y todos los sabían. Era el más caro del mercado, pero estaba hecho a base de parches. Era muy aparente pero solo por fuera. Tenía mucho renombre, pero nadie se explicaba por qué. Y esas ideas se plantaron de una forma tan contundente en mi cabeza que no me permitían avanzar. Dentro de mí no creía a los jefes de producto cuando nos hablaban de las bondades de aquello. Tampoco me atrevo a decir que en efecto no era un buen servicio, porque ni si tan siquiera lo puedo asegurar. Solamente afirmo que en mi cabeza no lo era. Y eso era suficiente para que yo no pudiera tragarme aquella medicina amarga. De hecho el servicio en cuestión era un servicio premiado por expertos, alabado por los competidores y mencionado en las revistas. Pero yo no me creía nada. Más bien todos esos galardones se habían conseguido en otros países, pero en España desde luego no.

Me fuí. Agaché bien las orejas, me busqué una alternativa y me fuí. Me fuí cargada de dudas acerca de mis capacidades como vendedora, porque eso sí, como si el problema fuera de método, mis managers me proponían soluciones de método. Es decir, a mi problema de no cerrar visitas me decían «llama a más prospectos«. A mi problema de no generar más pipeline me decían «llama a más prospectos y que te acompañe tu jefe a la reunión. Pásanos un acta y después te decimos en lo que fallas». A mi problema de no cerrar las negociaciones en mi favor me decían : «llama a más prospectos y que te acompañe tu jefe a cerrar». Aparentemente todos mis problemas se habrían resuelto si hubiera llamado a más y más gente. Así que incapáz de seguir aguantando tantos métodos mecánicos (y tantos reproches) me marché. Y qué alivio sentí cuando cerre la puerta detrás de mi.

De repente me vi de nuevo en otra gran empresa. Esta vez, señoras y caballeros, muerta de miedo. Había conseguido dejar atrás una fase que, aunque nefasta para mi ‘score‘ personal, también es la época que más conocimiento academico adquirí. Conocimiento acerca de las ventas. De eso no hay duda ni dinero que lo pague.

En esta nueva y joven empresa volvió la persona que yo era. Más desconfiada, puede ser, pero de nuevo vendía. ¿me había curado? ¡Milagro! ¡Pero si no ha cambiado nada! Y sí que había cambiado. Esta nueva empresa de verdad competía en su mercado ofreciendo lo mejor de lo que sabía hacer. Éramos los más caros si, pero los mejores sin duda. Y el precio ya no era un obstáculo, ganaba con frecuencia a mis más feroces competidores (especialistas en grandes descuentos). También perdía, como dice la ley de las ventas, claro que sí. Pero no era más que parte del equilibrio normal.

Lo que pasó en ambos casos tiene que ver con mis creencias. Que creía en lo que vendía, entonces vendía. Que no creía en lo que vendía, entonces no vendía. Muy sencillo. ¿Verdad? En ambas situaciones, todo el resto de adornos y técnicas que nos acompañaban se transformaban, es decir, que cuando estuve en buena racha, todas las metodologías servían y eran infalibles, y cuando no estuve en buena racha eran una auténtica pesadilla porque me daban con ellas en la cara. El problema era de base, simple y llano: si no crees en lo que vendes no hay nada que lo solucione. Es como cuando no confías en tu pareja, por muchas flores que te traiga, por muchos poemas que te escriba, no se va a sostener en el tiempo. Punto.

Descubrir el asunto de las creencias desde luego no es mío. Esto lo sabe todo el mundo, aunque no sea consciente de ello. Motivar a un comercial, y que cuente con productos sólidos y con credibilidad es básico. En ello se fundamenta el progreso. No le hagan creer que está engañando a sus compradores, porque se le va a notar en la cara, en el discurso y en su capacidad de defender sus propuestas. Si ocurre todo lo contrario, es decir que cuente con un buen portfolio de productos, entonces todo lo demás se puede apoyar y mejorar sin duda. Sus cualidades, su capacidad de cerrar reuniones, su capacidad de negociar… todo.

Esta empresa que me abrió los ojos (y que he borrado de mi CV) sigue en pie. Valga decir que sigue siendo la empresa que era, la mejor del mundo en lo que producía, y que era yo quien no la creía. Le agradezco el entrenamiento militar y las noches en vela con todo mi corazón, porque hoy soy mucho mejor gracias a ella. Quizá sin esta experiencia yo no habría incoporado nunca una gestión emocional de los equipos de venta. O quizá no me habría dedicado a ayudar a otras empresas a vender como hago hoy en día. Eso sí, por más que las ayude siempre les pregunto lo mismo: ¿creéis en lo que vendéis?  Porque, my friend, believing or not believing… that is the question. 

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