En Sin categorizar

Ultimamente me encuentro algunos casos en que me dicen «¡qué caro es implantar Salesforce por Dios!, ¡esto lo hago yo con mis chicos en dos tardes!». Efectivamente, usted lo hace con sus chicos en dos tardes, justo igual que el día que decidí que yo misma podía arreglar la caldera de mi casa y que, a Dios ponía por testigo, nadie iba a pedirme 400€  por quitarme aquel problemilla:

Qué bonito y soleado día de Agosto, los pájaros trinaban, supongo que por asfixia, el día se avecinaba entretenido, porque tenía la mañana libre y para mi. Tiempo impagable. Tiempo para mi sola en casa. Decidí hacerme la valiente con mi caldera que hacía tiempo que nos daba problemas. Hasta busqué unos guantes de esos amarillos y grises que se ponen en los programas de bricolaje de la tele. No se como, entre los trastos de mi garaje, los encontré. Tenía que arreglar la caldera, y aprovechando que era agosto y que nuestra demanda familiar de agua hirviendo era baja, me dispuse a abrir la maquinita de marras y arreglarla. Ah, no lo he dicho, la caldera goteaba y no se si era por el «glup glup» constante que estaba acabando con mis nervios, o porque me apetecía presumir de alguna proeza doméstica, me dispuse toda valiente a despiezar aquel aparatito que apararentemente tenía dentro de si, un depósito y 4 engranajes.

Calderas a mi… ¡que soy del norte! Por si no lo sabes, la gente del norte somos especialistas en lo que nos da la gana. Será por experiencia… En fin, me puse una especie de peto (que me quedaba horrible, aunque por un momento me pareció un atuendo seductor) y busqué en el borde de la maquinita, los 6 tornillos que sujetaban su tapa. ¡Puff… la tapita! La tapita en cuestión cedió en cuanto aflojé los tornillos. ¡Hombre, los aflojé a la primera! En eso no tuve problema. Pero la calderita en cuestión, que debe de medir como un metro de alto, amablemente decidió arrojar su tapa sobre mi cara.

El ruido del golpe sonó como un gong chino. Si, si, de esos enormes que tienen en los templos más perdidos entre las montañas. ¡Gooooong! y luego un discreto ¡cataplof! contra mi pie. En fin, la culpa la tenía la tapita del demonio, no yo, desde luego. ¡Pero no me amedrenté! Decidí seguir adelante con mi proyecto de «salvemos la caldera» yo solita. Y me juré no dar detalles de la aventura a nadie.

El espacio donde tengo la caldera, mide como 3 metros cuadrados. Levanté la tapa de mi pie y de repente aparece el segundo reto: ¿dónde la pongo? Nos miramos cara a cara (yo con mi chichón) y apareció el inevitable duelo: la tapa o yo. Las dos no cabemos en este cuarto. En un alarde de super inteligencia femenina (que oye, para eso soy del norte y mujer) decidí sacarla de allí y apoyarla en la escalera fuera del cuartito, que ya empezaba a recordarme a la sala de máquinas del Titanic.

Al apoyarla fuera del zulo en cuestión la tapa decidió, por iniciativa propia, volar. A los pies de aquel angosto cuartucho aparece una escalera y ¡qué mejor opción que deslizar la tapa por aquí! Se tambaleó y escaleras abajo se deslizó como una especie de nuevo deporte que podemos llamar ´Caldera-Surf-Board’ para amas de casa iluminadas.

El impacto contra la pared dejó una marca que me obligó a hacer una obra con el tiempo. Pero esto es digno de otro post.

Bueno, pero siendo positiva pensé: «ya no tengo la tapa, ahora es el momento de buscar la fuga del agua y arreglarla» Pensaba que ya había hecho la mitad del trabajo, así que ¡ni hablar de abandonar! ¿qué dirá mi marido cuando llegue a casa y yo misma haya arreglado la caldera? Su admiración por mi se va a multiplicar como si de acciones de empresa se tratara…

La fuga era perfectamente visible. La gota que derramaba la caldera caía encima de un cubo, que oye, cuando se llenaba lo vaciábamos y ya esta… ¡ñapas a mi!. Pero cuando te disponías a buscar el origen de la gotita rebelde, el chorro se perdía entre todas las piezas de la caldera y sus cables. Sentí miedo por primera vez. ¿Meto la mano? En el cole se hartaron de decirnos que electricidad y agua harán que mi cuerpo entre en convulsiones y que reviente electrocutado. Pero mi inconsciencia (o mi anti-angel de la guarda) me dijo «tú mete la mano…bonita».

La metí. Palpé el posible origen de la salida de agua y descubrí un pequeño depósito oculto en la parte trasera. Parecía que tenía una grieta… Y lo moví.

El depósito en cuestión «tosió». Si, si. Toser es lo que parecía que hacía. ¡Se me puso el corazón a 100! En su ataque de tos bronquiolítico empezó como a temblar y en cuestión de segundos un estruendo agobiante acompañado de un temblor de toda la máquina hizo que mi instinto de protegerme me llevara las manos a la cara.

Explotó sin piedad. Sin pedirme permiso, y conmigo y mi atuendo seductor atrapados en el cuarto de 3x3m. ¡BRRRRRUUUUUUUUUUUUUUUUUUUM! La explosión hizo que un depósito de agua marrón, que parecía lodo traído del Himalaya, se desperdigara por toda la habitación como si se tratara de fuegos artificiales hechos con barro. Me tiré al suelo, pero no cabía así que me acurruqué en posición fetal imaginando como sería un refugio si estuviéramos en guerra.

Cuando se pasó el estruendo, y más muerta de miedo que si tuviera delante a Risto Mejide a punto de hacerme una crítica, me levanté.

Supongo que si me hubiera visto a mi misma incorporándome, habría pensado que algún tipo de monstruo había invadido nuestra casa. El barro me cubría como si hubiera hecho un tratamiento de masajes, de esos modernos que te llenan como de arcilla (puagh!). Mi pelo era como una plasta de papilla y mi atuendo seductor era como recién sacado de «Frank de la Jungla».

Qué bochorno. Yo que no permito que nada se me ponga por delante. ¿Qué voy a decir? Y para colmo, la caldera ya no funcionaba en absoluto.

Decidí limpiar las huellas del crimen. Tiré todo atuendo y pruebas de que yo había intervenido, ideado y ejecutado aquella operación. Recuperé la tapa de la caldera (apostando mi nervio ciático y mi integridad física en volver a subir aquella tapa horrorosa) y puse cara de «bonito y soleado día de Agosto». Me fui a la peluquería a cortarme el pelo al uno (cosa que provocó que la gente pensara que me iba de retiros espirituales) y maquillé mi chichón de la frente.

Por supuesto terminé por llamar a un especialista en calderas. No se como, recuperó aquella maquinita. Y juro, que el señor que vino me podía leer la mente, porque no le conté mi historia, pero me miraba con cara de saber todo lo que había pasado entre la caldera y yo.

Y, como es menester, le pagué por su profesionalidad y su silencio.

En mi vida diaria, profesional, me ocurre, a veces, lo mismo, pero del lado contrario. Yo soy la que arregla calderas y algunas empresas no entienden el valor verdadero de contratar un experto. Es cierto que yo terminé de interiorizarlo a base de golpes. Pero, efectivamente, lo hice.

Uniendo esta historia con mi mundo, y,  como expertos en Salesforce y consultores nos hacen muchas veces esta exclamación a nuestro alrededor: ¡A cubierto, hay un consultor rondando nuestra puerta!

Tengo que reconocer que, a veces, me echo a temblar cuando le digo a una empresa «hola, somos consultores de Salesforce». Es tan grande el rechazo que sienten algunas de ellas (imagino que porque se piensan que cada hora que pasa les va a costar hipotecar un riñón y parte del páncreas) que me estoy planteando seriamente montar una asociación de consultores anónimos donde los afectados susodichos puedan desahogarse. Quizá sentados en circulo, mirándose unos a otros, y diciendo en voz alta «Me llamo Fulano y soy Consultor» relajarán la ansiedad que genera defender el valor que aportas, especialmente con tecnologías de esta gama. Porque claro, todos sabemos, que al final, a esas empresas, su «caldera» les ataca sin piedad… y tarde o temprano te llaman, y te pagan por tu profesionalidad y tu silencio.

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